Huellas de la comida de abuela Reyín
- Jul 2, 2019
- 6 min read
Updated: Jan 7, 2020
Esta nota fue escrita para la clase de periodismo gastronómico en la Universidad de Boston en el 2017. Abuela Reyín falleció recientemente. Este escrito en una forma de honrar su vida, su amor y su legado.

Debo confesar que nunca pensé que la comida llegara a estrujar mi corazón de la forma en que lo hizo el día que probé aquel bacalao guisado en el restaurante donde trabajo. Para mis compañeros era otro plato que ofrecer, pero para mí significaba mucho más. La presentación del plato era muy elaborada, de esas que me hacen sentir extravagante. Pero el sabor era inesperado. Sabía a casa, mejor dicho, sabía a la comida de mi abuela paterna.
Acepté que la comida de mi abuela nunca más volverá a pasar por mi boca. Hace mucho tiempo que mi abuela dejó de cocinar. Y dejó de cocinar no porque no quisiera, pero porque no se acordaba cómo hacerlo.
Fue difícil para mi familia y para mí aceptar que el Alzheimer había tocado a la persona más fuerte en nuestras vidas; la raíz de la familia, el sostén de todo lo que somos, el centro de nuestros sábados y domingos, y la persona que se encargó de preparar la comida que nos hizo crecer.
No sé en cuál etapa de la enfermedad se encontraba al momento de escribir esto. Tampoco quise saber. Debió haber sido la cuarta o la quinta etapa porque aún recordaba dónde vivía, recordaba que su nombre era María, quiénes eran sus hijos, y me recordaba a mí. Ella sabía que no estaba en casa, que estaba bastante lejos. Al menos eso era lo que papi me decía.
He tratado de recordar cuándo exactamente mi familia supo de su enfermedad, pero no he tenido éxito. Mi papá y sus seis hermanos no dijeron nada hasta que fue imposible no notarlo. A veces pienso que no hablaron de la enfermedad de mi abuela como un mecanismo de defensa. Lo ignoraron para que fuera menos doloroso, pero no hay forma de que el Alzheimer no duela. La transformó poco a poco en otra persona. Y el verla tan distante y desinteresada de la cocina a mí me dolió bastante.
Mi abuela nunca fue delicada y cariñosa. Creo que las situaciones en su vida la hicieron una persona fuerte. Estuvo casada con mi abuelo por mucho tiempo y tuvieron siete hijos. Luego de su divorcio ella tomó el control de la familia. Sus habilidades culinarias fueron su herramienta para sostener a sus hijos. Tuvo un foodtruck por mucho tiempo donde servía desayunos y almuerzos. Luego vendió comida por su cuenta. La cocina se convirtió en el instrumento para enseñar su amor por los demás.
Me gusta recordarla con su varita, una rama de las matas de gandules sin hojas con las que nos amenazaba a mis primos, mis hermanos y a mí cuando nos portábamos mal. Recuerdo que nosotros, sus 12 nietos, nos sentábamos a la mesa de comedor a esperar por nuestros huevos fritos con arroz blanco. Recuerdo su enorme caldero sobre las dos primeras hornillas de su estufa, y dentro de él un sabroso arroz con gandules del que comía la familia entera todos los domingos luego de misa.
Antes de que abuela partiera de este mundo, pasó mucho tiempo desde que mi padre y mis tíos le prohibieron cocinar. No se lo dijeron directamente, sino que fueron removiendo poco a poco todos los enseres de su cocina, al punto de solo dejar funcionando su nevera. Mi papá se dio cuenta que la comida que ella preparaba no olía bien, además de que tenía muy mal aspecto. Ella lentamente estaba olvidando cómo preparar alimentos, pero nunca olvidó qué es cocinar. Un plato que contiene cinco ingredientes, ella le añadía otras cosas hasta crear algo incomible. Por tal razón, sus hijos decidieron encargarse de sus comidas diarias.
A veces ella comía, a veces les hacía creer que comía, pero en realidad andaba escupiendo la comida entre las plantas. Así como le haría a su padre un niño que no quiere comer. Otras veces decía que ya había comido o que no podía comer porque estaba cocinando algo rico. En otras ocasiones guardaba la comida en la nevera para que, según ella, cuando llegara José Luis, mi abuelo, tuviera algo que comer. Pero él no había estado en esa casa por más de 30 años.
Según Jenny L. Rivera, nutricionista y dietista, el Alzheimer tiene diversas implicaciones nutricionales. Cuando la enfermedad empeora, el paciente puede experimentar cambios en su conducta, en su memoria, no puede hacer cosas por su cuenta, cambian sus patrones de alimentación, cambia su sentido de olfato y gusto, y experimenta cambios en su peso. Como resultado a estos cambios, el paciente de Alzheimer depende grandemente en su familia o en la presencia constante de un cuidador porque el paciente necesita ser supervisado cada vez que hay alimentos presentes. La mayoría de los pacientes no reconocen el hambre o la sed. También pierden la habilidad de preparar su propia comida y de alimentarse. Esto ocasiona pérdida de peso y un estado nutricional negativo.
Mi abuela reconocía cuándo tenía hambre o sed, pero usualmente el apetito no la tocaba. Sin embargo, al contrario de ella, hay otros pacientes de Alzheimer que mantienen un buen apetito, por tal razón, comen regularmente, un acto que también puede afectar su salud.
Rivera sugirió que a estos pacientes se les debe ofrecer como meriendas y platos principales muchas frutas, nueces y vegetales por su alto contenido de antioxidantes. También sugirió añadir fuentes de Omega 3 así como salmón o tuna. De igual forma, mencionó darles alimentos altos en ácido fólico como vegetales, jugo de china fortificado, brócoli, granos y verduras. Y por último, insistió en ofrecerles frecuentemente líquidos para evitar deshidratación.
Alzheimer es una de esas enfermedades incurables. Hay tratamientos que ayudan a controlarlo, pero nada va a curar la enfermedad definitivamente. Los pacientes requieren monitoreo directo y constante, razones por las que los familiares deciden dejarlos en centros de envejecientes donde tienen personal capacitado para trabajar con ellos. En estos centros puedes encontrar pacientes con mucha energía que comen todo lo que le dan las enfermeras, pero también encontrarás pacientes con la enfermedad tan avanzada que olvidan cómo utilizar los cubiertos, olvidan masticar y olvidan hasta qué es comer.
Todos los días religiosamente mi papá le llevaba almuerzo a mi abuela. Él llegaba a su casa y se sentaba a su lado para asegurarse de que ella estaba comiendo, así como ella solía hacer con mi hermano, mi hermana y conmigo cuando éramos niños.
Cuando visité a mi familia en Navidad del 2017, mi papá nos enviaba a mi hermano y a mí a llevarle la comida a abuela. Siempre la encontrábamos bañándose; cuando todavía caminada se bañaba como 20 veces al día. Luego, nos sentábamos con ella, la veíamos jugar con la comida y la escuchábamos contar las mismas historias de todos los días. Entre historias nos preguntaba si habíamos comido, y luego nos prometía cocinarnos algo bien rico para el próximo día. Siempre le sonreíamos y le agradecíamos, no podíamos decirle no a eso.
El secreto con estos pacientes es hacerlos sentir bien cada segundo porque en el próximo segundo ya van a olvidar lo que acabaron de decir. Ella estaba bien, ella literalmente estaba viviendo el momento. Pero para nosotros era difícil, muy difícil. Nosotros no olvidábamos sus palabras, y en lo más profundo de nuestro corazón queríamos llegar al otro día y encontrar ese plato de comida que tanto nos prometía, porque así es como solía ser y lo que ella acostumbraba a hacer. Y la extrañamos mucho.
Mi abuela no recordaba muchas cosas, pero reconocía el sonido de la guagua de mantecados cuando se acercaba a su casa. Cuando lo escuchaba, salía a la entrada de su casa a esperar por él. Siempre pedía lo mismo, un helado de vainilla; el mismo que nos dejaba comer de vez en vez cuando éramos niños.
El día que probé aquel bacalao en mi trabajo me sentí muy nostálgica, extrañé estar en casa. Su sabor en mi boca fue como una epifanía, una medicina. La calma que necesitaba. Pasé el resto del día entre lágrimas y alegría. Estaba sorprendida de cómo, a pesar de la distancia y de las circunstancias, mi abuela podía seguir consolándome a través de la comida tal y como lo hacía cuando yo era una niña.
Su partida nos dejó un hueco. A pesar de entender su estado y la gravedad de su enfermedad, la esperanza de verla caminar y pelear con todos una ves más, jamás nos abandonó. A meses de su partida, agradecemos su vida, celebramos su peculiar alegría e identificamos cuán presente sigue en cada uno de sus hij@s y niet@s. Por mi parte, la veo cuando me enojo, cuando corrijo a un machista, cuando preparo chocolate caliente y cuando me aferro a cocinar arroz sin medir los ingredientes.




Comments