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El día que sentí un inesperado olor a pan sobao

  • Jan 21, 2020
  • 4 min read

Updated: Jan 24, 2020

Una reflexión sobre la comida, la nostalgia y la memoria.

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Esto pasó hace unos meses, o tal vez un año. Yo estaba en el tren camino a mi trabajo. Iba viendo una serie por el celular. El camino de casa al trabajo en tren dura casi una hora, así que usualmente aprovecho para leer o ver series que no me dan tiempo ver antes de dormir o al despertar. Esa tarde estaba lloviendo en Boston, también hacía frío. Fue el primer día después del verano que la temperatura nos obligó a sacudirle el polvo a los abrigos de invierno. Así que los habitantes de esa ciudad teníamos mal ánimo. Yo solo quería comer chocolates y ver televisión en mi casa. Probablemente era un sentimiento general.


Como mencioné, iba viendo la serie de guerra y amor, sí súper cursi, y de repente sentí un olor a una comida muy familiar. El olor era agradable, demasiado agradable. Me olía a pan sobao de panadería de barrio recién puesto en vitrina.


Disimuladamente, inspeccioné con la mirada el tren para lograr identificar a la persona que cargaba con el olor. Necesitaba saber si era pan, y si no era pan, necesitaba saber qué era. Pero si resultaba ser pan, no quería comerlo, no sentía que la experiencia de comerlo iba a hacerle justicia al pan de mi niñez.


El olor me recordó a mi barrio Dominguito en mi querido Arecibo. Me transportó a un viaje con mi familia en la guagua familiar, algo así:

Mi papá y mi mamá sentados en los asientos delanteros y yo entre mis hermanos en los de atrás. Íbamos cansados después de un paseo de domingo. Karla, Javi y yo sin zapatos y con los piés trepados en los asientos, como si fueran nuestras camas. Papi hacía una última parada antes de llegar a casa para comprar la leche del café de la mañana. Al regresar al carro traía la leche y pan sobao. Su olor divino nos hizo gritar “pan” y pelearnos por la punta o la teta, como le llamamos a las puntas del pan. La cosa es que nos antojamos de tomar chocolate caliente y comer pan con mantequilla antes de dormir. Al llegar a casa ya quedaba menos de la mitad de la libra de pan que compró papi. Con el chocolate caliente nos devoramos el resto y al despertar la próxima mañana, lamentamos habernos comido el pan la noche anterior y no tener con qué mojar la yema de los huevos fritos que nos hizo mami.


En mi hogar el pan es comida que nos une y nos pone en guerra a la misma vez. Es símbolo de familia y ningún otro pan del mundo, ya sea con mejor olor o sabor, me iba a hacer sentir tan bien como comerlo en casa con mis cuatro locos.


Pero eso no es todo lo que me recuerda el olor a pan. Es mucho más. Me recuerda la alegría del barrio, a papi decir que el dueño de la panadería es su “pana” (amigo), me recuerda a mi abuela sin Alzheimer y a toda la familia reunida en su casa un sábado en la noche. Me recuerda también a mi otra abuela y sus sandwiches de atún con mayonesa al medio día, o a la sopa de mami en un día lluvioso. Me recuerda a las “hormigas bobas” y a papi gritando “quién fue el último en comer pan que no lo guardó bien”. Me recuerda a la perra rechazando pan y mis hermanos o yo peleando por haberlo desperdiciado en ella.


Las memorias son experiencias que guardamos en un cajón con código especial en nuestra cabeza. La comida está presente en muchos eventos especiales de la vida. La ofrecemos con cariño, por cuidado, como detalle, pero en todo momento es un acto de amor.

Según John S. Allen, autor del libro The Omnivorous Mind, la comida es capaz de provocar o despertar las memorias más profundas de sentimientos y emociones, estados internos de la mente y el cuerpo.


En un artículo publicado en Harvard University Press Blog sobre el libro de Allen, el autor explica el hipocampo, la parte del cerebro que hace que la comida y la nostalgia vayan de la mano.


“Existe una parte del cerebro llamada hipocampo (una en cada hemisferio) que es crítica para la memoria. El hipocampo es particularmente importante para formar recuerdos declarativos a largo plazo, aquellos que pueden recordarse conscientemente y que contribuyen a las autobiografías que todos llevamos en la cabeza. El hipocampo también es importante para la memoria espacial, que puede ser su función principal para los animales que no poseen lenguaje. El hipocampo tiene fuertes conexiones con partes del cerebro que son importantes para la emoción y el olfato. Esto puede explicar por qué los recuerdos emocionales pueden ser tan vivos o por qué ciertos olores desencadenan un sentido de recuerdo en nosotros incluso antes de recordar conscientemente un evento”, explica el artículo.


“La emoción y el olor sin duda contribuyen al poder de algunos recuerdos alimenticios, pero el hipocampo tiene vínculos más directos con el sistema digestivo. Muchas de las hormonas que regulan el apetito, la digestión y la conducta alimentaria también tienen receptores en el hipocampo. Encontrar comida es tan importante para la supervivencia que está claro que el hipocampo está preparado para formar recuerdos sobre y alrededor de los alimentos”, añade.


El artículo también sobresalta otra particularidad de la comida y la memoria. Señala que culturalmente las personas acostumbran celebrar sucesos importantes de la vida en compañía de seres especiales, ya sean familiares o amigos, y con mucha comida. No hay fiesta exitosa donde no haya abundancia de comida. Para el autor, festejar con abundancia de alimentos se ha convertido en un vehículo para la mejora de la memoria a nivel cultural. Las fiestas no solo sirven una gran cantidad de comida, sino también una gran cantidad de recuerdos.


Es tal vez por eso que el olor a pan sobao me emocionó tanto. No es tan solo que sea un buen olor, es que es un olor que va de la mano a experiencias gratificantes con mi familia. E igual que con el pan, seguro hay muchos otros olores que me harán girar la mirada y despertar mil recuerdos familiares. Aquí estoy ansiosa, esperando el próximo. Y a tí, ¿te ha pasado?




 
 
 

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