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Ochenta y cuatro años con arroz y habichuelas

  • Feb 22, 2020
  • 4 min read

Relato sobre mi abuela materna y la comida en su vida.

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Sentada en su mecedora y con su libro de colorear en las manos, mi abuela materna accedió a hablar conmigo sobre su niñez en Puerto Rico. Yo creo que estaba esperando por ese momento del día que la hiciera sentir más cómoda porque hablar de su niñez es viajar 80 años en el pasado, es rebuscar en la memoria cosas que le van a estrujar el corazón y recordarle que, como dice la gente, el tiempo que pasa nunca regresa.


Ella no llega a los cinco pies de altura, es flaca y su cabeza parece estar cubierta de nieve. Camina con la ayuda de un andador, pero se cae al menos una vez al mes. A pesar de que la osteoporosis ha debilitado sus huesos, su espíritu sigue fuerte como una roca. Yo sospecho que ese fue el secreto para combatir el cáncer de seno que le invadió hace unos años.


Sus padres la llamaron Haydeé Estrella Rodríguez Lamboy, pero desde pequeña la gente le dice Cana, que es un sobrenombre para personas con un color de pelo claro. Le pregunté sobre su fecha de nacimiento, con una sonrisa tímida y con los ojos bien abiertos me confesó no estar segura del día en que nació. Sin embargo, según su segundo certificado de nacimiento, ella nació en Hatillo, Puerto Rico, en Febrero 21, 1936. Y es una de cinco hermanos que fueron criados, alimentados y educados por su madre, Lola.


Los primeros minutos de nuestra conversación mi abuela me estaba mirando a la cara. Tan pronto mencionó a su mamá, sonriendo giró su mirada a otra dirección, al horizonte, como si al final pudiera ver la pequeña casa de madera y zinc donde Lola preparaba suculentas cenas usando los vegetales, verduras y las gallinas que tenían en la casa. Luego me contó que ella recuerda haber comido la misma comida por días, hasta que su mamá tenía la oportunidad de comprar algo diferente en la tiendita del barrio.


Durante su niñez y adolescencia, su dieta consistió de café, pan y ocasionalmente huevos en el desayuno; vegetales y verduras para el almuerzo; y arroz con habichuelas como cena. Pocas veces comían carne, tenían gallinas mayormente para la producción de huevos, pero a veces mataban una para hacer un caldo o un guiso. También, comían fideos o bacalao, dependiendo el dinero que su madre tenía al momento y las cosas que había en la tienda. Mirándome a los ojos nuevamente y con su cabeza recostada del espaldar del asiento, mi abuela me explicó que aunque no tenían mucho dinero, ellos nunca pasaron hambre. La pobreza les enseñó a comer lo necesario.


A sus 21 años, cuando pesaba 98 libras, con pelo castaño y con manos sin arrugas; mi abuela se casó con mi abuelo, a quien la gente cariñosamente llama Pepe. Mientras yo conversaba con abuela, él estaba sentado a mi lado contándome detalles que mi abuela intencionalmente o sin querer olvidaba decirme. Como mi abuela solo fue a la escuela hasta sexto grado, ella trabajó en lo que aprendió a hacer observando a su madre; costura. Y como mi abuelo estudió en una escuela vocacional, consiguió trabajar en construcción. A pesar de que tenían suficiente dinero para comer, su dieta consistía básicamente en la misma que mantuvo mi abuela en su niñez.


Después de vivir en Nueva York por un tiempo, mis abuelos regresaron a Puerto Rico, construyeron la casa donde viven y consiguieron mejores trabajos. Trabajos que les permitieron expandir su dieta. Desde ese momento comenzaron a comer tres comidas al día, pero con más granos, vegetales, proteínas, grasas y por supuesto, más azúcar. En Puerto Rico, cuando mis abuelos eran niños, había pequeños colmados donde las personas conseguían los alimentos que no podían producir en sus casas, como arroz, habichuelas, o pan. Con la llegada de las grandes cadenas de supermercados, incluyeron en su dieta cereales, galletas, y otros productos altos en azúcar y sodio. Mi abuela sonreía sin mirar a mi abuelo ni a mí porque reconocía que amaba el refresco más de lo que debía.


Con el tiempo, mi abuelo desarrolló diabetes y alta presión arterial. Su primera reacción como familia fue modificar la dieta. Como nunca realmente comieron mal, no tuvieron que hacer muchos sacrificios. Lo más difícil para ellos fue disminuir el sazón y el adobo seco que los puertorriqueños tanto usamos en nuestras comidas para que mi abuelo pudiera mantener una presión arterial estable. Cuando mencionaba esto yo pensaba en que mi abuela puede que haya heredado muchas cosas de su mamá porque, al igual que dijo que su madre cocinaba cenas deliciosas con lo poco que tenían, mi abuela tiene el don de preparar cenas sabrosas sin usar los principales condimentos puertorriqueños.


Hoy día, ellos comen tres comidas diariamente, dos meriendas y de vez en cuando un dulce o un refresco. Sin embargo, su historia demuestra que algunos alimentos pueden deteriorar la salud, pero también enseña que siguiendo una buena dieta, la comida es sin duda alguna la mejor medicina.


Al final de nuestra conversación me di cuenta que mi abuela tenía el mismo lápiz de color azul que había seleccionado al principio de nuestra charla, asimismo, el libro de colorear seguía sobre sus muslos. Ella nunca llegó a colorear la página que había seleccionado para esa tarde. Pero con su narración le dio color a su pasado que por tanto tiempo fue una historia en blanco para mi.


Esta nota fue escrita originalmente en inglés para la clase de periodismo y comida en Boston University.

 
 
 

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